lunes, 25 de enero de 2010

Recuerdos

Estas Navidades pasadas escuché como dos personas hablaban sobre el significado de ésta fiesta.
Una de ellas decía que todos los que celebramos la Navidad, sin creer en ella, es porque queda todavía en nosotros resquicios del catolicismo.
La otra decía que no, que en su casa trabajan todo el año, y que por haber diferentes días de descanso, no coinciden en las mismas fechas para comer todos juntos, a excepción de ese día. Que para ellos era una noche especial porque podían estar todos unidos, sin que tenga nada que ver el significado de esa celebración.
Al escucharlas, me di cuenta de que ambas tenían una parte de razón, como muchas personas que también celebran y añoran ese día sus recuerdos…
Para mí, celebrar la Navidad, es como volver al tiempo en el que era niña. Ver como mi padre se iba al monte y nos traía musgo natural para adornar el Nacimiento. Como mi madre cuando limpiaba la estufa de carbón, guardaba las escorias para formar el portal. Mi padre con una manguera que enganchaba al grifo de la cocina hacía un pequeño riachuelo, con un hilito de agua que iba a parar a un cubo tapado con una cortina, que había confeccionado mi madre. Y recuerdo como, con la harina pasada por un colador, hacíamos la nieve. Como días antes de colocar el Belén, mi madre tapaba la mesa cuadrada del comedor con un mantel de hule y se sentaba con nosotros a repintar algunas de las figuritas de barro que de tanto traerlas y llevarlas se les habían ido los colores. Era una tarde tan especial. De risas. De caerse los pinceles. De terminar con más pintura en las manos que en las propias figuras.
La cena con los abuelos. Lombarda. Paletilla de cordero asada en una cama de patatas y cebolla. Los dulces caseros. Turrón, mazapán, polvorones… un bizcocho. La sidra para los mayores, y para nosotros, la naranjada. Para todos significaba tanto la Navidad… por ese conjunto de cosas, incluso por la comida que era diferente. Para mis padres, el poder darnos aquella felicidad, que en otras épocas del año no era posible. Para los abuelos, el día de Reyes vernos abrir los regalos…
Para mí, la Navidad, sí es importante, pero no porque Jesús naciera en esa fecha, si no porque celebrándola hago un homenaje a mis padres y a mis abuelos, y aunque hace años que no están a mi lado, en esos días tan especiales para los niños, los siento más cerca de mí.

viernes, 15 de enero de 2010

Superación

Hoy hace un día de perros. Temperatura de cero grados. Frío, nieve, aire helado. No dan ganas de salir de casa.
Estoy en la parada del bus sintiendo como el frío me cala los huesos. Cuando subo algunos días, veo a un señor, del que no sabría decir su edad. Es un hombre pequeño que camina ayudado por unas muletas. Agradable. Sonriente. Siempre se queda hablando con el conductor. Nos bajamos en la misma parada, en la plaza del intercambiador, e invariablemente antes de llegar hace siempre el mismo ritual. Se pone el macutillo a su espalda y cuando para el autobús se deja escurrir hasta el suelo, pues sus cortas piernas no llegan. Se aferra a sus apoyos y baja. No puede doblar las rodillas. Anda de puntillas. No puede plantar sus pies en el suelo.
Como he dicho, hoy es una jornada fría de nieve y ventiscas. De paraguas rotos, tirados por doquier. Todo el mundo va deprisa, arrebujados en los abrigos, maldiciendo el día que hace. Sin embargo, ese hombre, iba a su paso. Con el rostro relajado, tranquilo. Esperando que el disco se pusiera en verde para cruzar. La gente le mira, pero él, seguro de sí mismo, pasa de toda esa curiosidad. Sigue adelante, demostrando una fuerza y un coraje, que para sí muchas personas que nos creemos “ normales” deberíamos aprender. Es otro ejemplo de superación. Nacido de la necesidad, pero de superación, al fin y al cabo. Hay quien lo ve y lo siente, y quien no lo comprenderá jamás.

lunes, 11 de enero de 2010

Los tifones

Estoy viendo a mi perro caminar, como olfatea, se tumba, va su comedero repleto de comida, a su cacharro de agua fresquita, limpia, siempre lleno. Cuando le apetece comer o beber, nadie le estorba ni se lo impide. Pienso en esas pobres personas que no tienen nada. Viven en un lugar de pobreza extrema donde un tifón lo ha destruido todo. Donde han muerto miles de niños, ahogándose en una terrible agonía, y yo me pregunto, ¿ por qué?.
No tenían más que lo imprescindible para vivir, y a veces la mayoría, ni eso. Personas que la base de su alimentación se basa en el arroz. Y sus campos se han destruido. Los que han muerto descansan, pero los que quedan no van a tener nada para comer. Niños, ancianos, jóvenes. Todos morirán de hambre o enfermedades. Y nosotros aquí, en la vieja Europa, tenemos almacenado de todo para nuestros animales. Viven mejor que ellos. La harina, legumbres, leche, que aquí se tira, allí salvarían vidas inocentes.
La tierra es una. Tiene alimentos y medicinas para ayudar a todos, pero las guardan los gobiernos, que prefieren deshacerse de ellas antes de darlas para que sirvan de provecho. No entiendo como se puede ver tan fríamente la enfermedad, el hambre o la guerra. Por ser países pobres, no hacer nada por ayudarles. Dejarles en la más absoluta miseria. Todo por no ser compradores en potencia, por no tener petróleo, o simplemente por no estar en un lugar estratégico. Es desesperante no poder hacer nada, y verlos morir. Que va a ser de ellos…

lunes, 4 de enero de 2010

El autobús

Todas las noches, de lunes a viernes, tomo el mismo autobús en la gran plaza. El mismo conductor. La misma gente. Poca diferencia de unas noches a otras. Siempre lo mismo. En dos años siempre somos los mismos.


El autobús en invierno es caliente, y en verano es fresquito. Da gusto subirse a él, y sin embargo, en lo más importante está totalmente helado. Ya he dicho antes, que casi siempre somos los mismos los que esperamos juntos para subirnos y ni siquiera nos miramos entre nosotros, demasiado ensimismados en nuestros problemas.
Hasta hace unos tres o cuatro meses, subía una chica morena, joven. Ni nos mirábamos. Cogía el vehículo en mitad del trayecto y nos bajábamos juntas, una delante de la otra, por el mismo camino hasta llegar al portal. Sí, vivimos en el mismo portal. Ella se metía en el ascensor, y yo me quedaba en el bajo.
La madre de ésta chica y yo hablamos cuando nos vemos. Con su hija también, pero sin saber como, entre las dos, siempre hay una instintiva sensación de disgusto, y evitamos rozarnos. También me cruzó con otro joven, vecino de mi hija. Y así cada noche con todos. ¡ Qué pena!. ¡ Qué indiferencia!. Tanta soledad. Tanta tristeza. Cada uno a lo suyo. Temiendo lo que pueda decir de tí la persona que tienes sentada al lado. Vivimos en un mundo de aislamiento e independencia, creyéndonos mejores que las personas que están a nuestro alrededor, sin darnos cuenta de que todos necesitamos de todos.

viernes, 1 de enero de 2010

El balón

Samuel y Pedro son dos niños de seis años. Uno africano, el otro español. A los dos les gusta el fútbol. Dar patadas a una pelota les hace feliz.
Para ellos no existen los problemas. Calamidades. Necesidades. Hambre o enfermedad. Mientras juegan son felices.
En ese tiempo que pasan con el balón en sus piececitos, ríen y se divierten. Disfrutan de esos momentos sin pensar en nada más. No tienen otro juguete, pero no importa, si no tienen un balón, lo buscan.
El africanito tiene su pelota hecha con tiras de cuero. Juega descalzo. Corre y corre detrás de ella. Siente como la golpea, lanzándola lejos. Es su risa, su felicidad, y cuando deja de jugar se da cuenta de que sus hermanos tienen fusiles en las manos, con los que no juegan ni ríen, sólo dejan pasar un día más de su vida sin ser heridos o muertos.
El niño español tampoco piensa en nada. Es feliz jugando mientras le sacan la merienda y ríe con sus amigos en el parque con una pelota que acaba rota de tanto chutar. Sabe que cuando se rompa le comprarán otra mejor, o peor, pero otra. Y que cuando llegue la hora de volver a casa, irá acompañado con ella a cenar y dormir, soñando de nuevo, únicamente con su balón, sin ninguna preocupación más.