martes, 13 de julio de 2010

El mundial

Si hay algo que une a las naciones es el fútbol… Bla, bla, bla… Eso es lo que dicen locutores, periodistas, etc… No digo que no sea verdad, pero siento que es algo más trascendental.
En cada partido que se disputa hay cientos de niños que están viendo jugar a su selección, vibran con ellos, ríen, saltan, sufren igual que los mayores… pero, con otra inocencia. Da igual que sean del país que sean. Cada cual en su situación… en su lugar, lo siente de la misma manera cuando termina el partido.
Los que ganan aplauden, son felices. Quieren emular a los ganadores, sintiéndose tan grandes como ellos. Se miran en sus caras como en un espejo. Los que pierde su país, salen cabizbajos… sintiéndose defraudados, pero en cuanto se juntan unos amigos con otros… Ponen dos piedras de portería sobre el campo y ya está montado su mundial.
Estos choques les hacen querer ser como sus ídolos. El juego les une. Sentir que pueden superarse en la vida. Con el tiempo serán personas más sanas que quizás formen parte de un equipo de fútbol… o de trabajo. Pero, lo más importante… sigue siendo, verlos crecer sanos y felices. Unidos, sintiendo que son un grupo de compañeros en el que ni la situación económica, ni el color de la piel, o las creencias religiosas de cada uno… tiene nada que ver.

jueves, 22 de abril de 2010

Cecilia

Cecilia es una mujer de setenta años, pero no de ahora, si no de hace veinte. Vive en las afueras de una ciudad cualquiera, en un barrio obrero. Todas las tardes sale a pasear, y se sienta en un parque que hay muy cerca de un colegio, justo a la hora de la salida de los niños.
Es amable, cariñosa. Los papás de algunos de los críos la saludan, otros la besan, otros se sientan a su lado a esperar la llegada de sus peques y se ponen a hablar de sus recuerdos. Ella cierra los ojos y sonríe, siempre sonríe. Conoce a cada una de esas personas, ya padres, por sus nombres, y en sus recuerdos los ve cuando eran niños e iban a ese mismo colegio. Como se quedaban al comedor. Podría decir a todos, uno por uno, lo que más les gustaba de las comidas que ella les hacía. Como algunos más atrevidos pasaban a la cocina para ver que tenían de comer y como ella haciendo que no los veía se daba la vuelta y permitía que cogieran alguna patata frita de las fuentes preparadas para servir. Luego salía tras ellos jugando y amenazándoles con el trapo de cocina en la mano.
Recuerda sus risas, sus gritos, el alboroto que se formaba en el comedor. La regañaban por permitir que los chiquillos entraran hasta los fogones, pero a ella le daba igual, lo más importante para ella era ver felices a los chavales. Intentaba dar a esos niños y niñas en la comida lo que a su hija no la pudo dar.


Cuando tenía veinte años se quedó embarazada. Al empezar a notarse el embarazo la echaron de la casa en la que estaba interna. Se encontró en la calle, sin trabajo, sin familia y preñada. Intentó recurrir a su familia en el pueblo, pero ésta al verla en esa situación la repudió diciéndola que cuando lo tuviera y hubiera echado a la inclusa que podría volver, y que si no lo hacía… que no volviese jamás.
En la capital, de vuelta, se refugió en una pensión. La dueña era una señora viuda de un militar que al verla en ese estado y sin marido su primera intención fue la de no permitir que se quedara, pero al hablar con ella se dio cuenta de que no la daría problemas y la podría utilizar como criada. Recordaba como Soledad la dio alojamiento y comida a cambio de su trabajo, pero que cuando llegó la hora de dar la luz no quiso saber nada, y nada más nacer su hija la hecho de la pensión, pues en su casa no quería llantos de niños pequeños. Otra vez se vio sola y en la calle, pero ésta vez con una niña recién nacida.
Se fue a una especie de convento en el que acogían a las “ mujeres descarriadas”. Las cuidadoras la dijeron que si quería quedarse allí con su niña tenía que pagar, y así lo hizo, hasta que el poco dinero que tenía se terminó. En ese tiempo, se recuperó un poco del parto y de la anemia que sufría por la mala alimentación. Hablando con la madre superiora pidió que se quedaran con su hija… las pidió que la cuidaran, y que en cuanto la fuera posible las mandaría todos los meses dinero para que la pequeña pudiera seguir allí.
Así fue, durante meses. Cecilia iba siempre que podía a ver a su hija. Esperanza, que así se llamaba su pequeña. Tenía unos ojos grandes con pestañas largas y espesas, eran de un color azulado que llamaba la atención. Su pelo era negro y ondulado. Cecilia, cuando veía a su niña, se sentía totalmente recompensada de su lucha y su esfuerzo, pero un día cayó enferma. Tuvieron que ingresarla en un hospital de beneficencia donde estuvo bastante tiempo.
Cuando salió, de nuevo se encontró sin trabajo. Estuvo algún tiempo sin encontrar una casa donde trabajar de interna. En esas condiciones la fue imposible mandar dinero para que cuidaran a su hija. Cuando volvió a la casa de acogida y preguntó por ella, le dijeron que Esperanza había muerto, y sin darla más explicaciones la invitaron a marcharse, que allí ya no tenía nada que hacer.
Atontada por la noticia y sin poder reaccionar, se marchó de aquel lugar con el corazón hecho pedazos sin saber que camino tomar. Se sentó en el bordillo de la acera y rompió a llorar en silencio. Las suyas eran lágrimas amargas, tan calientes… que quemaban según iban bajando por las mejillas. Todo su cuerpo era un temblor. Al verla, una de aquellas “ mujeres descarriadas” se acercó a ella y la dijo que la cría estaba viva, se la habían dado a una pareja que vivían en un pueblo al norte de la ciudad.
Cecilia no daba crédito a lo que oía, y dándola las gracias se marchó a la casa de aquel matrimonio de abogados, en cual por azares de la vida trabajaría muchos años…


Abuela, abuela… sintió la voz de su nieta llamándola desde la esquina del parque. La miró, se levantó y con su eterna sonrisa se acercó a ella una adolescente morena con el pelo largo y ondulado, y unos ojos muy azules… azules como el cielo.

martes, 30 de marzo de 2010

El pan

Marisa era una de tantas mujeres que en los noventa tenía marido y dos hijos. Ama de casa eficiente, por la mañana también trabajaba limpiando en otras dos viviendas. Siempre iba arreglada, maquillada, con las gafas de sol puestas.
Era una persona amable, risueña, pero había veces que el maquillaje de sus ojos era fuerte, oscuro, en tonos grises y raya negra bajo sus enormes gafas de sol.
Su marido trabajaba de ocho de la mañana a dos de la tarde, y media hora después llegaba a casa.
Sus hijos salían a las doce del colegio. Corrían para llegar a comer. Tenían que hacerlo rápido. Meterse en sus habitaciones. Salir sólo para ir al colegio. Su mamá les había acostumbrado a ello, pues su papá venía cansado de trabajar. No se le podía molestar. Y oyeran lo que oyeran no debían salir de la habitación.
Un día Marisa tuvo una mala mañana. Tenía un dolor terrible por todo el cuerpo. La dolían las costillas. Fue a trabajar como de costumbre, pero no era capaz ni de andar. Se fue a casa y se acostó. Cuando la vieron sus hijos al volver del colegio la preguntaron que la pasaba. Ella simplemente les dijo que estaba cansada, que comieran y sacaran pan del congelador.
A la hora de siempre llegó su marido. Puntual. La mesa puesta. La cerveza recién servida. Una botella de vino dispuesta para abrir, y en la mesita pequeña el brandy preparado para nada más terminar.
Marisa sirve despacio la comida, pero cuando va a empezar a comer empieza a temblar. ¡ El pan!. Se levanta rápido, y se da cuenta de que los niños se han comido todo el que quedaba. Su marido la grita: Puta estúpida, no hay pan en ésta casa. Me paso todo el día trabajando para que no os falte de nada y se te olvida algo tan “ sagrado” como el pan. Pero, cariño, le dice ella… no puede contestar. Siente un golpe seco en la cara.


Hola, Marisa, la saluda un día una vecina. La comenta que ya sabe que se ha separado. La dice: Como es posible, con lo bien que estabais juntos. Y tus hijos tan felices, tan educados… no lo entiendo. Sí, es verdad… contesta ella. Va sin apenas maquillar. Un tono rosa en los labios y raya azul en los ojos. En su casa ya es la hora de comer y su pareja la está esperando.
Ponen la mesa juntos. Se la ha olvidado el pan. ¿ Y qué pasa?. Dice él: Bueno, pues sin pan comeremos… luego, dando un paseo lo compramos. Marisa sonríe, le da un beso, y se sientan a comer.

lunes, 25 de enero de 2010

Recuerdos

Estas Navidades pasadas escuché como dos personas hablaban sobre el significado de ésta fiesta.
Una de ellas decía que todos los que celebramos la Navidad, sin creer en ella, es porque queda todavía en nosotros resquicios del catolicismo.
La otra decía que no, que en su casa trabajan todo el año, y que por haber diferentes días de descanso, no coinciden en las mismas fechas para comer todos juntos, a excepción de ese día. Que para ellos era una noche especial porque podían estar todos unidos, sin que tenga nada que ver el significado de esa celebración.
Al escucharlas, me di cuenta de que ambas tenían una parte de razón, como muchas personas que también celebran y añoran ese día sus recuerdos…
Para mí, celebrar la Navidad, es como volver al tiempo en el que era niña. Ver como mi padre se iba al monte y nos traía musgo natural para adornar el Nacimiento. Como mi madre cuando limpiaba la estufa de carbón, guardaba las escorias para formar el portal. Mi padre con una manguera que enganchaba al grifo de la cocina hacía un pequeño riachuelo, con un hilito de agua que iba a parar a un cubo tapado con una cortina, que había confeccionado mi madre. Y recuerdo como, con la harina pasada por un colador, hacíamos la nieve. Como días antes de colocar el Belén, mi madre tapaba la mesa cuadrada del comedor con un mantel de hule y se sentaba con nosotros a repintar algunas de las figuritas de barro que de tanto traerlas y llevarlas se les habían ido los colores. Era una tarde tan especial. De risas. De caerse los pinceles. De terminar con más pintura en las manos que en las propias figuras.
La cena con los abuelos. Lombarda. Paletilla de cordero asada en una cama de patatas y cebolla. Los dulces caseros. Turrón, mazapán, polvorones… un bizcocho. La sidra para los mayores, y para nosotros, la naranjada. Para todos significaba tanto la Navidad… por ese conjunto de cosas, incluso por la comida que era diferente. Para mis padres, el poder darnos aquella felicidad, que en otras épocas del año no era posible. Para los abuelos, el día de Reyes vernos abrir los regalos…
Para mí, la Navidad, sí es importante, pero no porque Jesús naciera en esa fecha, si no porque celebrándola hago un homenaje a mis padres y a mis abuelos, y aunque hace años que no están a mi lado, en esos días tan especiales para los niños, los siento más cerca de mí.

viernes, 15 de enero de 2010

Superación

Hoy hace un día de perros. Temperatura de cero grados. Frío, nieve, aire helado. No dan ganas de salir de casa.
Estoy en la parada del bus sintiendo como el frío me cala los huesos. Cuando subo algunos días, veo a un señor, del que no sabría decir su edad. Es un hombre pequeño que camina ayudado por unas muletas. Agradable. Sonriente. Siempre se queda hablando con el conductor. Nos bajamos en la misma parada, en la plaza del intercambiador, e invariablemente antes de llegar hace siempre el mismo ritual. Se pone el macutillo a su espalda y cuando para el autobús se deja escurrir hasta el suelo, pues sus cortas piernas no llegan. Se aferra a sus apoyos y baja. No puede doblar las rodillas. Anda de puntillas. No puede plantar sus pies en el suelo.
Como he dicho, hoy es una jornada fría de nieve y ventiscas. De paraguas rotos, tirados por doquier. Todo el mundo va deprisa, arrebujados en los abrigos, maldiciendo el día que hace. Sin embargo, ese hombre, iba a su paso. Con el rostro relajado, tranquilo. Esperando que el disco se pusiera en verde para cruzar. La gente le mira, pero él, seguro de sí mismo, pasa de toda esa curiosidad. Sigue adelante, demostrando una fuerza y un coraje, que para sí muchas personas que nos creemos “ normales” deberíamos aprender. Es otro ejemplo de superación. Nacido de la necesidad, pero de superación, al fin y al cabo. Hay quien lo ve y lo siente, y quien no lo comprenderá jamás.

lunes, 11 de enero de 2010

Los tifones

Estoy viendo a mi perro caminar, como olfatea, se tumba, va su comedero repleto de comida, a su cacharro de agua fresquita, limpia, siempre lleno. Cuando le apetece comer o beber, nadie le estorba ni se lo impide. Pienso en esas pobres personas que no tienen nada. Viven en un lugar de pobreza extrema donde un tifón lo ha destruido todo. Donde han muerto miles de niños, ahogándose en una terrible agonía, y yo me pregunto, ¿ por qué?.
No tenían más que lo imprescindible para vivir, y a veces la mayoría, ni eso. Personas que la base de su alimentación se basa en el arroz. Y sus campos se han destruido. Los que han muerto descansan, pero los que quedan no van a tener nada para comer. Niños, ancianos, jóvenes. Todos morirán de hambre o enfermedades. Y nosotros aquí, en la vieja Europa, tenemos almacenado de todo para nuestros animales. Viven mejor que ellos. La harina, legumbres, leche, que aquí se tira, allí salvarían vidas inocentes.
La tierra es una. Tiene alimentos y medicinas para ayudar a todos, pero las guardan los gobiernos, que prefieren deshacerse de ellas antes de darlas para que sirvan de provecho. No entiendo como se puede ver tan fríamente la enfermedad, el hambre o la guerra. Por ser países pobres, no hacer nada por ayudarles. Dejarles en la más absoluta miseria. Todo por no ser compradores en potencia, por no tener petróleo, o simplemente por no estar en un lugar estratégico. Es desesperante no poder hacer nada, y verlos morir. Que va a ser de ellos…

lunes, 4 de enero de 2010

El autobús

Todas las noches, de lunes a viernes, tomo el mismo autobús en la gran plaza. El mismo conductor. La misma gente. Poca diferencia de unas noches a otras. Siempre lo mismo. En dos años siempre somos los mismos.


El autobús en invierno es caliente, y en verano es fresquito. Da gusto subirse a él, y sin embargo, en lo más importante está totalmente helado. Ya he dicho antes, que casi siempre somos los mismos los que esperamos juntos para subirnos y ni siquiera nos miramos entre nosotros, demasiado ensimismados en nuestros problemas.
Hasta hace unos tres o cuatro meses, subía una chica morena, joven. Ni nos mirábamos. Cogía el vehículo en mitad del trayecto y nos bajábamos juntas, una delante de la otra, por el mismo camino hasta llegar al portal. Sí, vivimos en el mismo portal. Ella se metía en el ascensor, y yo me quedaba en el bajo.
La madre de ésta chica y yo hablamos cuando nos vemos. Con su hija también, pero sin saber como, entre las dos, siempre hay una instintiva sensación de disgusto, y evitamos rozarnos. También me cruzó con otro joven, vecino de mi hija. Y así cada noche con todos. ¡ Qué pena!. ¡ Qué indiferencia!. Tanta soledad. Tanta tristeza. Cada uno a lo suyo. Temiendo lo que pueda decir de tí la persona que tienes sentada al lado. Vivimos en un mundo de aislamiento e independencia, creyéndonos mejores que las personas que están a nuestro alrededor, sin darnos cuenta de que todos necesitamos de todos.

viernes, 1 de enero de 2010

El balón

Samuel y Pedro son dos niños de seis años. Uno africano, el otro español. A los dos les gusta el fútbol. Dar patadas a una pelota les hace feliz.
Para ellos no existen los problemas. Calamidades. Necesidades. Hambre o enfermedad. Mientras juegan son felices.
En ese tiempo que pasan con el balón en sus piececitos, ríen y se divierten. Disfrutan de esos momentos sin pensar en nada más. No tienen otro juguete, pero no importa, si no tienen un balón, lo buscan.
El africanito tiene su pelota hecha con tiras de cuero. Juega descalzo. Corre y corre detrás de ella. Siente como la golpea, lanzándola lejos. Es su risa, su felicidad, y cuando deja de jugar se da cuenta de que sus hermanos tienen fusiles en las manos, con los que no juegan ni ríen, sólo dejan pasar un día más de su vida sin ser heridos o muertos.
El niño español tampoco piensa en nada. Es feliz jugando mientras le sacan la merienda y ríe con sus amigos en el parque con una pelota que acaba rota de tanto chutar. Sabe que cuando se rompa le comprarán otra mejor, o peor, pero otra. Y que cuando llegue la hora de volver a casa, irá acompañado con ella a cenar y dormir, soñando de nuevo, únicamente con su balón, sin ninguna preocupación más.