jueves, 22 de abril de 2010

Cecilia

Cecilia es una mujer de setenta años, pero no de ahora, si no de hace veinte. Vive en las afueras de una ciudad cualquiera, en un barrio obrero. Todas las tardes sale a pasear, y se sienta en un parque que hay muy cerca de un colegio, justo a la hora de la salida de los niños.
Es amable, cariñosa. Los papás de algunos de los críos la saludan, otros la besan, otros se sientan a su lado a esperar la llegada de sus peques y se ponen a hablar de sus recuerdos. Ella cierra los ojos y sonríe, siempre sonríe. Conoce a cada una de esas personas, ya padres, por sus nombres, y en sus recuerdos los ve cuando eran niños e iban a ese mismo colegio. Como se quedaban al comedor. Podría decir a todos, uno por uno, lo que más les gustaba de las comidas que ella les hacía. Como algunos más atrevidos pasaban a la cocina para ver que tenían de comer y como ella haciendo que no los veía se daba la vuelta y permitía que cogieran alguna patata frita de las fuentes preparadas para servir. Luego salía tras ellos jugando y amenazándoles con el trapo de cocina en la mano.
Recuerda sus risas, sus gritos, el alboroto que se formaba en el comedor. La regañaban por permitir que los chiquillos entraran hasta los fogones, pero a ella le daba igual, lo más importante para ella era ver felices a los chavales. Intentaba dar a esos niños y niñas en la comida lo que a su hija no la pudo dar.


Cuando tenía veinte años se quedó embarazada. Al empezar a notarse el embarazo la echaron de la casa en la que estaba interna. Se encontró en la calle, sin trabajo, sin familia y preñada. Intentó recurrir a su familia en el pueblo, pero ésta al verla en esa situación la repudió diciéndola que cuando lo tuviera y hubiera echado a la inclusa que podría volver, y que si no lo hacía… que no volviese jamás.
En la capital, de vuelta, se refugió en una pensión. La dueña era una señora viuda de un militar que al verla en ese estado y sin marido su primera intención fue la de no permitir que se quedara, pero al hablar con ella se dio cuenta de que no la daría problemas y la podría utilizar como criada. Recordaba como Soledad la dio alojamiento y comida a cambio de su trabajo, pero que cuando llegó la hora de dar la luz no quiso saber nada, y nada más nacer su hija la hecho de la pensión, pues en su casa no quería llantos de niños pequeños. Otra vez se vio sola y en la calle, pero ésta vez con una niña recién nacida.
Se fue a una especie de convento en el que acogían a las “ mujeres descarriadas”. Las cuidadoras la dijeron que si quería quedarse allí con su niña tenía que pagar, y así lo hizo, hasta que el poco dinero que tenía se terminó. En ese tiempo, se recuperó un poco del parto y de la anemia que sufría por la mala alimentación. Hablando con la madre superiora pidió que se quedaran con su hija… las pidió que la cuidaran, y que en cuanto la fuera posible las mandaría todos los meses dinero para que la pequeña pudiera seguir allí.
Así fue, durante meses. Cecilia iba siempre que podía a ver a su hija. Esperanza, que así se llamaba su pequeña. Tenía unos ojos grandes con pestañas largas y espesas, eran de un color azulado que llamaba la atención. Su pelo era negro y ondulado. Cecilia, cuando veía a su niña, se sentía totalmente recompensada de su lucha y su esfuerzo, pero un día cayó enferma. Tuvieron que ingresarla en un hospital de beneficencia donde estuvo bastante tiempo.
Cuando salió, de nuevo se encontró sin trabajo. Estuvo algún tiempo sin encontrar una casa donde trabajar de interna. En esas condiciones la fue imposible mandar dinero para que cuidaran a su hija. Cuando volvió a la casa de acogida y preguntó por ella, le dijeron que Esperanza había muerto, y sin darla más explicaciones la invitaron a marcharse, que allí ya no tenía nada que hacer.
Atontada por la noticia y sin poder reaccionar, se marchó de aquel lugar con el corazón hecho pedazos sin saber que camino tomar. Se sentó en el bordillo de la acera y rompió a llorar en silencio. Las suyas eran lágrimas amargas, tan calientes… que quemaban según iban bajando por las mejillas. Todo su cuerpo era un temblor. Al verla, una de aquellas “ mujeres descarriadas” se acercó a ella y la dijo que la cría estaba viva, se la habían dado a una pareja que vivían en un pueblo al norte de la ciudad.
Cecilia no daba crédito a lo que oía, y dándola las gracias se marchó a la casa de aquel matrimonio de abogados, en cual por azares de la vida trabajaría muchos años…


Abuela, abuela… sintió la voz de su nieta llamándola desde la esquina del parque. La miró, se levantó y con su eterna sonrisa se acercó a ella una adolescente morena con el pelo largo y ondulado, y unos ojos muy azules… azules como el cielo.

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